sábado, 25 de octubre de 2014

Los hijos. Un regalo precioso de Dios

Uno de los primeros dilemas con los que se enfrenta una pareja de recién casados es el relativo a los hijos. ¿Cuántos? ¿Cuándo? ¿Cómo? Son los primeros cuestionamientos que se deben responder sobre este asunto de tanta trascendencia en el matrimonio y la familia.
Para los jóvenes que ya están pensando en el matrimonio y para los que están iniciando su vida conyugal, y a los papás de esos jóvenes, aquí les dejo algunas ideas para reflexionar sobre el tema.

El padre Urteaga (1986) al inicio de su libro dice, "no olvides que Dios puede hacer que le nazcan hijos hasta de las piedras, y a pesar de todo sigue queriendo que seas tú el colaborador". Cuando pensamos en un hijo como una carga, y que por tanto hay que evitarlo o posponer su concepción sin más justificación que los factores económicos y materiales, estamos de alguna manera rechazando nuestra vocación a ser padres y dando como respuesta un "no" al llamado que Dios para colaborar en la obra de la creación.

A los jóvenes hay que hacerles notar que los fines del matrimonio son el amor y la ayuda mutua, la procreación y la educación de los hijos. Que por ello cuando se piensa en el matrimonio, se debe pensar como un compromiso serio, que implica entonces buscar el bien de aquella persona con la que se ha decidido unir mediante un pacto de amor tal "que ya no son dos sino una sola carne".

El amor conyugal se ve coronado de manera natural con el fruto de los hijos. Sin embargo, hoy en día son muy pocos los que hablan de que hay que tener hijos. Y son muchas parejas las que desde antes de casarse, están más preocupados por encontrar los métodos más eficaces para evitar el embarazo, incluso hay quienes buscan libros que hablen de los procedimientos para no tener hijos "sin pecar".

Mucho ha sido la falta de preparación para el matrimonio. Hemos permitido que nuestros hijos sean parte de la cultura de "la familia pequeña vive mejor", "pocos hijos para darles mucho", "es mejor calidad que cantidad" y tantos slogans que solamente son producto del materialismo, el individualismo, el egoísmo, y muchos otros ismos que tanto daño han hecho a la persona, a la familia y a la sociedad de nuestros tiempos.

"Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación" (GS 48,1):
«Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18), y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer" (Mt19,4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más» (GS 50,1).
Muchos de los que apoyan a los matrimonios que no quieren tener hijos sin más justificación que el egoísmo, también apoyan a aquellos que tienen hijos fuera del matrimonio. Una gran contradicción, porque su único objetivo es el deterioro del matrimonio y la familia, que en gran medida han logrado.

Por ello es importante considerar en nuestra reflexión, que la persona como individuo, la sociedad, el Estado y la Iglesia misma, para su existencia dependen de que los matrimonios estén firmemente unidos en el amor y sean fecundos, y como consecuencia se tengan familias sólidamente unidas en valores trascendentes.

De otra manera, seguiremos propiciando que las jóvenes parejas quieran gozar de la vida en pareja, incluso que quieran gozar de la vida matrimonial sin las cargas que lleva consigo, y con ello seguir alimentando el egoísmo, aveces vestido de ropajes cristianos.

Hoy vemos que la descomposición social ha llegado a extremos en los que lo que prevalece es la violencia, la inseguridad, la corrupción, el mal gobierno, la falta de compromiso ciudadano, el crimen organizado y más, que son finalmente producto de la falta de matrimonios sólidos y familias unidas capaces de formar ciudadanos responsables y comprometidos con la paz y la justicia.

La mejor herencia que podemos dejar para la sociedad futura son nuestros hijos, el regalo precioso que Dios nos da.

lunes, 20 de octubre de 2014

Unidad e indisolubilidad del matrimonio. Un bien para la pareja y la familia

Uno de los temas que más se debaten en la actualidad sobre el matrimonio es el de la indisolubilidad. Algo que para las generaciones pasadas era muy claro o por lo menos no se ponía a discusión que "lo que Dios ha unido no lo separe el hombre". Para revisar un poco sobre este tema tan importante en esta ocasión propongo un repaso breve de lo que dice el catecismo sobre el matrimonio.

El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad, existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar" (Gaudium et Spes 47,1).

Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.

Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado.

Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (Genesis 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".

Aprovecho también para compartirles el mensaje completo del Sínodo Extraordinario de los Obispos sobre la Familia convocado por el Papa Francisco, que se celebró del 5 al 19 de octubre. Me parece muy interesante. Espero que a Ustedes también.


Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las familias de los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen a Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio cotidiano que ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su amor.

Nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con las más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus acciones, nos mostraron una larga serie de esplendores y también de dificultades.

La misma preparación de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas experiencias familiares. Después, nuestro diálogo durante los días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad viva y compleja de las familias.

Queremos presentarles las palabras de Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3, 20). Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de nuestras ciudades.

En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia.

Ante todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana.

Entre tantos desafíos queremos evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es admirable la fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone, sino como un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos frágiles.

Pensamos en las dificultades económicas causadas por sistemas perversos, originados “en el fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (Evangelii gaudium, 55), que humilla la dignidad de las personas.

Pensamos en el padre o en la madre sin trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de la droga o de la criminalidad.

Pensamos también en la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por los desiertos, en las que son perseguidas simplemente por su fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las guerras y de distintas opresiones.

Pensamos también en las mujeres que sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas, en los niños y jovenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar nos anestesia y […] todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii gaudium, 54). Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan los derechos de la familia para el bien común.

Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las familias.

***

También está la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de las ciudades, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don, una gracia que se expresa –como dice el Génesis (2, 18)– cuando los dos rostros están frente a frente, en una “ayuda adecuada”, es decir semejante y recíproca. El amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de mi amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6, 3).

El itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo, tiempo de la espera y de la preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio, donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia. Este camino conoce también la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y de la frescura juvenil. El amor tiende por su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13). Bajo esta luz, el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a pesar de las múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más bellos, aunque también es el más común.

Este amor se difunde naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo la procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la educación y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto, valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos. Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio para todos, en particular para los jóvenes.

Durante este camino, que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.

Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un momento cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en la vida buena y bella del Evangelio, en la santidad.

Esta misión es frecuentemente compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran afecto y dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son llamados a convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes.

Hay otra expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los últimos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas, extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hechos 20, 35). Es una entrega de bienes, de compañía, de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz, de sentido de la vida.

La cima que recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo “será todo en todos” (Col 3, 11). Por eso, en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.

Nosotros, los Padres Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al Padre de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:

Padre, regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una familia libre y unida.

Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.

Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.

Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.

Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.




miércoles, 15 de octubre de 2014

La unidad en el matrimonio es lo primero.

La decisión de unirse en matrimonio es de una enorme trascendencia en nuestra vida. En nuestra etapa de adolescente y en nuestra juventud tenemos muchas ilusiones y muchas expectativas en relación a la mujer de nuestros sueños. Pensando en que la vida en pareja será miel sobre hojuelas. Pero a partir de que nos casamos, esa visión de las cosas cambia, porque nuestros estilos de vida dan un giro que nunca nos imaginamos.
Durante el noviazgo no es posible dimensionar el cambio tan radical que se dará en la vida de esposos, porque solamente se comparte una fracción de nuestro tiempo y de nuestro espacio con nuestra pareja. Al momento de consumarse el matrimonio, el hombre y la mujer comparten todo, hacen común su proyecto de vida, y es ahí donde empiezan los problemas. Porque las decisiones que tomaba sin consultarle a nadie, ahora de manera inevitable tendré que consultarlas con mi cónyuge, si no quiero tener complicaciones. Y en esto se incluyen hasta las cosas de la menor importancia, como por ejemplo el lugar en el que voy a poner mi computadora para hacer el trabajo.
Esto no quiere decir que pierda mi libertad, porque la decisión de casarme la tome libremente, y con ello estoy asumiendo las consecuencias. Ni tampoco quiere decir que no pueda tomar decisiones sin consultar o por lo menos comentarlo con mi esposa. Pero también cuando actúe de esta manera debo asumir las consecuencias.
Lo más difícil en la vida matrimonial, por lo menos en mi experiencia, es en lo relativo a las creencias y costumbres. Durante el noviazgo, con el propósito de conquistar al ser amado somos capaces de renunciar a muchas cosas, que cuando estamos casados ya no es tan fácil de asumir.
Y me refiero a cosas tan intrascendentes como dejar la ropa sucia en su lugar, avisar que voy a llegar tarde, asistir a la fiesta de un pariente de mi cónyuge que no me simpatiza, o cualquier otra cosa que no tiene la mayor importancia. En el caso de las creencias se pueden tener complicaciones más difíciles de resolver, por ejemplo cuando no se profesa la misma religión, o cuando se tienen criterios diferentes sobre el número de hijos, la forma de educarlos, entre otras.
Mantener la unidad del matrimonio requiere de mucho esfuerzo y constancia, pero sobre todo de disposición para poner nuestras vidas en las manos del Creador. En los tiempos actuales se ha perdido la visión trascendente de la vida y el matrimonio, como la tenían nuestros padres y nuestros abuelos
Por ello creo que vale la pena que en las familias reflexiones con lo hijos sobre este tema tan importante para el mundo y la sociedad actuales. La violencia, la corrupción, los malos gobiernos, la baja calidad de la instrucción escolar, la inseguridad, y la crisis de valores en general, son el producto de la descomposición social que empieza con la falta de solidez en los matrimonios y la desintegración de la familia.
Para construir una sociedad, más unida, más solidaria, más humana y con una cultura que transmita una visión trascendente de la vida, se requiere de matrimonios fuertes, de parejas dispuestas a luchar por mantener la unión sacramental y con mucha disposición y valentía para afrontar positivamente el reto de educar cristianamente a nuestros hijos.
Este es un reto que tenemos que afrontar con esperanza para ser familia hoy.

sábado, 4 de octubre de 2014

Ser familia hoy. Un reto que debemos afrontar con esperanza.

La realidad de la familia de nuestros tiempos es muy diferente a la de nuestros papás y nuestros abuelos. A mi me tocó la suerte de conocer y convivir con mis bisabuelos y si ellos vivieran, les sería muy difícil creer que las condiciones en las que viven las familias de nuestros tiempos sea realidad.
En los tiempos de Don Bernardo y Doña Feliciana, familias en las que tanto el papá como la mamá tuvieran necesidad de trabajar, o aquellas en las que no hubiera papá y por tanto la que tuviera la doble responsabilidad fuera la mamá, o el caso contrario, en el que solo hubiera papá, representaban casos extraordinarios. Lo más común eran las familias tradicionales, unidas, de matrimonios indisolubles, numerosas, con el papá en el trabajo y la mamá en la casa. En aquellos tiempos la mamá era la principal educadora, el papá el principal proveedor de los recursos materiales y económicos. Los hijos eran educados bajo normas estrictas, sin la influencia de la televisión y con mínima intervención de la escuela. En aquellos tiempos, los niños asistían a la escuela hasta que estaban en edad de ingresar a primero de primaria.
¿Quién iba a pensar que esta realidad de las familias del mundo y nuestro país, podría cambiar tan radicalmente?
La crisis económica en el mundo, ha obligado a que hoy en día casi en la totalidad de las familias papá y mamá trabajen, y por tanto ambos se ausentan del hogar durante el día.
Las crisis cultural ha cambiado de manera importante la forma de concebir el matrimonio, la familia, los hijos, la educación y la vida.
La crisis de valores ha llevado a que las familias vivan experiencias muy penosas y en muchos casos dolorosas, por ejemplo el suicidio, las drogas, la violencia intrafamiliar y el abuso contra los menores.
¿Pero todo esto a quién le preocupa? Hay momentos en los que se puede pensar que estos temas ya no inquietan a nadie, porque bajo la premisa de que todas estas nuevas realidades son el resultado de una evolución natural de la sociedad y sus estructuras, hablar de la familia nuclear, del matrimonio como la unión de hombre y mujer, y de los padres como los primeros y principales educadores de los hijos, podría parecer cosa del pasado y de ideales que no son acordes a los tiempos modernos.
Pues el fin de semana pasado quedé sorprendido. Con Mary, mi esposa, asistí a una reunión de padres de familia, el domingo pasado, en la que el tema de reflexión fue "El reto de ser familia hoy". Al inicio de la reunión pensé, ¿a ver de que clase de familia nos van a hablar? Pues la verdad como ya dije, quedé sorprendido, porque en primer lugar la ponente, la hermana Marissa, condujo la reflexión con mucha firmeza y claridad, pero también con una gran apertura a escuchar las opiniones de los asistentes.
Y lo que es de llamar la atención, es que hay parejas de matrimonios que están preocupadas por las circunstancias en las que les está tocando afrontar su vida familiar. Las principales preocupaciones se centraron en el hecho de que por tener que trabajar ambos, mamá y papá, los hijos se quedan solos durante el día y los tiempos de convivencia familiar se han reducido al mínimo. Una mamá, compartió lo triste que ha resultado que su hijo no tenga la oportunidad de disfrutar a su abuelo, porque sus papás se divorciaron.
Continuará.

sábado, 27 de septiembre de 2014

La gratuidad de la educación. Manejo irresponsable del Partido Verde

¿A quién le gusta aportar las cuotas que piden en las escuelas? Yo creo que a nadie. Porque las cuotas, hasta antes de las reformas, eran como otro impuesto, y por ello nadie hacia las aportaciones con gusto. Además de que sucedía algo similar a lo que sucede con nuestros impuestos, pagamos porque nos obligan, pero no podemos obligar a nadie a que nos digan con veracidad en qué se gastan tantos millones. Todos sabemos que hay corrupción, pero la situación se agrava porque también hay impunidad. Pero bueno, este no es el tema.
El tema es el de las cuotas voluntarias, que hasta el ciclo escolar pasado las tenías que pagar voluntariamente a la fuerza.

La gratuidad de la educación está considerada desde la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917, se puede leer en el Diario Oficial del Gobierno Provisional de la República Mexicana del 5 de febrero de 1917, en el Artículo 3o "... En los establecimientos se impartirá gratuitamente la instrucción primaria". Desde entonces en nuestro país, se ha establecido como gratuita la educación obligatoria que imparta el estado, pero, ¿quién no está dispuesto a hacer lo necesario para que nuestros hijos reciban su educación en las mejores condiciones?. Yo me atrevería a decir que todos, en la medida de nuestras posibilidades. Por ello, aunque las formas y los resultados no nos gustaban, los padres de familia hacíamos las aportaciones que en las escuelas nos pedían. La molestia principal era que no veíamos las mejoras.

Por ello, sí hay que aplaudir a los partidos políticos que hayan incluido en la Ley General de Educación los cambios por los que ahora se establece que: "La educación que el Estado imparta será gratuita. Las donaciones o cuotas voluntarias destinadas a dicha educación en ningún caso se entenderán como contraprestaciones del servicio educativo. Las autoridades educativas en el ámbito de su competencia, establecerán los mecanismos para la regulación, destino, aplicación, transparencia y vigilancia de las donaciones o cuotas voluntarias. Se prohíbe el pago de cualquier contraprestación que impida o condicione la prestación del servicio educativo a los educandos. En ningún caso se podrá condicionar la inscripción, el acceso a la escuela, la aplicación de evaluaciones o exámenes, la entrega de documentación a los educandos o afectar en cualquier sentido la igualdad en el trato a los alumnos, al pago de contraprestación alguna." (Artículo 6o., Ley General de Educación)


Lo que me parece un error es lo que el PVEM está presentando en su campaña televisiva, una escena de enfrentamiento entre una madre de familia y un maestro o director. Creo que es una forma muy irresponsable de manejar este asunto tan delicado. Los esfuerzos de los partidos políticos y las autoridades deberían enfocarse a promover un cambio de paradigma en relación a las cuotas voluntarias de los padres de familia en las escuelas. Hay que decirlo con mucha claridad, las cuotas voluntarias en las escuelas no pueden desaparecer, y esto por una simple razón: aunque la gratuidad de la educación sea constitucional, los impuestos que pagamos no son suficientes para que nuestros hijos reciban educación en las condiciones que ellos se merecen. Miren, vamos a suponer que en estos momentos contamos con funcionarios públicos que actúan con responsabilidad y honestidad, vamos también a suponer que los que se encuentran en los puestos más importantes de las secretarías de educación federal y estatales son muy capaces y comprometidos, y que por ello se cuenta con un sistema educativo ordenado que ofrece las mejores condiciones para alcanzar la meta tan anhelada de contar con una educación de calidad en las escuelas públicas. De todos modos la calidad en la educación no se puede alcanzar si los padres de familia no cooperamos, porque no hay dinero que alcance para resolver todas las situaciones que se presentan para la operación adecuada en un centro educativo.

Pensemos mejor en las formas que permitan una aplicación eficiente de los recursos. Como por ejemplo el esquema que se quiere implementar en los planteles de la DGETI: El director del plantel debe elaborar un proyecto de inversión para las mejoras y la atención de las necesidades operativas del plantel, con base en un diagnóstico de la situación actual y de un plan de mejora que diga a dónde queremos llegar. Ese plan de inversión se presenta en reunión con los padres de familia para acordar la cuotas que cada padre de familia aportaría. Al final del ciclo escolar el director debe presentar un informe de resultados, para que los padres de familia puedan conocer los avances y las mejoras alcanzadas.